La vida es una ráfaga
Cuando era un niño, parecía que iba a vivir eternamente (el tiempo me enseñó que la eternidad nunca vive para siempre). En realidad mi muerte no me pasaba por la cabeza. Claro, era algo muy distante.
Aunque pensaba sobre la muerte de mis padres-abuelos, Irma y Chico, ellos eran bastante mayores que yo. Hoy tengo 62 años y ya ultrapasé más de la mitad de mi existencia y la muerte me asusta (aunque, confieso que no tanto). De hecho he pasado por tantas muertes fuera y dentro de mí, que tomo a la parca como una vieja conocida, tangencial presencia, espectro de Hamlet (no me alegra, pero si me daría placer jugarle una partida de ajedrez. Ver: “El séptimo sello” de Ingmar Bergman).
La realidad es que la siento cercana. Y sobre lo vivido, siento como esa ráfaga que me corta la cara. Sí, tengo la impresión de que toda mi vida, hasta ahora, pasó rauda y veloz, con la velocidad de Aquiles “el de los pies ligeros”.
En estos momentos de angustia, como los que estoy viviendo por el desalojo de Calle Brasil Cultural.
Una pequeña digresión: una casa siempre es un microcosmos, una casa habitada por deseos, afectos, creatividad, belleza, maldiciones, amistades y contradicciones. Para el psicoanálisis, la casa es un refugio que representa el cuerpo y el vientre materno, y que puede ser un lugar de nostalgia. También es un lugar donde se cruzan los deseos de quienes la habitan y que son por ella habitados, lo que contribuye a crear el inconsciente de la casa. Entonces, lo dicho: la casa también representa una de las formas de la muerte: el abandono por la fuerza, o la fuerza del abandono.
Y sin embargo, en esos momentos de angustia, me viene la frase de Epicuro (el pre-socrático griego): “La muerte no es nada para nosotros, pues, cuando existimos, no existe la muerte, y cuando existe la muerte, no existimos más.”
Estoy de acuerdo. Aunque no mucho. Tengo una veta nihilista.
La angustia hace parte de nuestra existencia y cuando pensamos sobre la temporalidad, o hemos resuelto “vivir una vida auténtica”, como lo afirmó Heidegger, nos transformamos en seres de angustia. Para el filósofo alemán, tener una vida autentica, es para quien la asume como propia, para quien la forja y construye como un proyecto propio y, quien acepta la muerte.
De hecho, podemos trascender y eso ocurre cuando le damos un sentido al ser. En una conferencia dictada en la Universidad de Freiburg en 1929, titulada: “Que es la metafísica”, Heidegger dijo: “Al contemplar cuidadosamente la Nada en sí misma, comenzamos a percibir la importancia y la vitalidad de nuestros propios humores. Antes que todo, la Nada es lo que produce en nosotros un sentimiento de angustia.”
Somos un ser-para-la-muerte, sentencia Heidegger. Tenemos conciencia y certeza de que vamos a morir un día, una noche, una madrugada. El perpetuo proyectarse no es un eterno proyectarse, es constante por toda la vida, pero dura, apenas en cuanto dura esta última. Sin tener conciencia y seguridad de la muerte, no tendríamos urgencia ni de proyectar ni de realizar nuestros proyectos. Pero la urgencia solo se mantiene porque tener conciencia y certeza de la muerte no implica tener conciencia y certeza de la fecha de la muerte. Podemos ser jóvenes vitales y morir mañana, o ser viejos calandracas y sobrevivir más de veinte años. Lo que nos presiona a realizar nuestros proyectos, es justamente la conciencia y la seguridad de una muerte cierta en fecha incierta.
Es común que produzcamos mecanismo para bloquear la fuerza opresora de la muerte, generando el olvido de nuestra mortalidad inevitable. La angustia, para Heidegger, reconecta al hombre con su ser-para-la-muerte y lo hace recordar de su incontrolable condición de finitud, de temporalidad. El hecho de que dejemos de ser es un aspecto de nuestra experiencia humana. Es posible, entonces, definir a la vida a través de la muerte y al ser a través de la nada. El ser no se opone a la nada y la muerte no se opone a la vida, pero son dos estados paralelos y relacionados, inevitablemente.
La vida pasa rápido. Como una ráfaga de un viento sur en pleno invierno, cortándonos la cara.
Termino esta reflexión con un fragmento del poema “Instantes” atribuido a JL Borges (hay polémica) y que dice mucho de lo que hemos perdido entre tantas muertes en vida.
“Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría de cometer más errores. No intentaría ser tan perfecto. Me relajaría más. Sería más tonto de lo que he sido. De hecho, me tomaría muy pocas cosas en serio. Sería menos higiénico. Correría más riesgos, haría más viajes, contemplaría más atardeceres, subiría más montañas, nadaría más ríos, iría a más lugares donde nunca he ido, comería más helados y menos habas, tendría más problemas reales y ninguno imaginario.
Yo fui una de esas personas que vivió sensata y prolíficamente cada minuto de su vida; claro que tuve momentos de alegría. Pero si pudiera volver atrás trataría de tener solamente buenos momentos. Por si no lo saben, de eso está hecha la vida. Sólo de momentos.
Yo era de los que nunca iban a ninguna parte sin un termómetro, una bolsa de agua caliente, un paraguas y un paracaídas; si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano. Si pudiera volver a vivir (…) Pero ya ven, tengo 85 años y sé que me estoy muriendo”.