Rivera, viernes 5 de julio de 2024

Política sin Poética (1ª Parte)

La política sin poética es árido arenal sin demasiado sentido. Y esta no es una visión romántica, muy lejos de eso. La “poiesis” griega en tanto “creatividad” (propia de la democracia del ágora ateniense) era un espacio de confluencia de la economía, la política y de las artes. La edad media europea desplazó el eje humanista para el eje teísta (dios en el centro del mundo conocido y el hombre un mero satélite). La política occidental sentó sus bases modernas en los principios de «El Príncipe» de Maquiavelo, agudo observador de las relaciones sociales de la época.
El ágora ateniense, una forma de la democracia (imperfecta y excluyente, pero una de las primeras experiencias civilizatorias) fue, sin duda, revolucionaria. La política realista de los príncipes en el renacimiento italiano, sentó las bases para una nueva conformación y confirmación social, desde donde Maquiavelo recogió sus enseñanzas para escribir su libro, ya señalado.
Entiendo a la política como una forma de organizar las relaciones sociales en una comunidad. Nada nuevo, ¿verdad? No. La “pos verdad” de nuestra posmodernidad ha generado a una hija bastarda: la política del odio. Mucho antes, la política, era una forma de potenciar espacios de convivencia y dialogo, junto a marcos jurídicos, para que la ley del talión no primara: el “ojo por ojo, diente por diente”.
El odio como el terror es un instrumento al servicio de intereses políticos. En la ya señalada obra de “El Príncipe” de Nicolás Maquiavelo, este dedica un capítulo completo a determinar cuáles son las cualidades más deseables en el gobernante. Ante la disparidad de rasgos personales, el estadista florentino defiende que aquellos líderes excesivamente amados pueden ser traicionados por ser considerados ingenuos, mientras que aquellos que son odiados pueden ser suprimidos violentamente.
El odio es, por lo tanto, una herramienta política que Maquiavelo considera poco óptima para el rendimiento político y poco beneficioso para la gobernanza. Y al respecto, se debe añadir que esta recomendación fue pronunciada en un momento histórico en el que la democracia como sistema de gobierno aún no existía.
Los estados naciones comenzaban a surgir en el renacimiento. La revolución francesa y la revolución industrial, fueron dos marcos fundamentales. En la primera los oprimidos se insuflaron y generaron avances como la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. En la segunda se determinó el ascenso de la burguesía industrial en Europa, gracias al desarrollo del capitalismo salvaje y a sus prácticas hacia la clase obrera y proletaria, denunciada como la “era de la explotación del hombre por el hombre”, en uno de los postulados más célebres de la teoría de la economía del capitalismo, propuesta por el filósofo alemán Karl Marx.
Volviendo al siglo XVIII, fueron las “nuevas ideas” de tres grandes filósofos iluministas quienes sentaron las bases de la modernidad:
– Voltaire (1694-1778), crítico de la religión, de la Monarquía y de la censura. Por otra parte, creía en la presencia de Dios en la naturaleza y en el hombre, que podía descubrirlo por medio de la razón, y en la idea de tolerancia y de una religión basada en la creencia de un ser supremo. Fue un gran propagandista de las ideas iluministas.
– Montesquieu (1689-1755), fue participe de la primera generación de los iluministas. Su contribución más importante fue la doctrina de los tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial, cada uno debería actuar dentro de su área, sin tomar las funciones del otro, es lo que se conoce como la descentralización de los poderes para evitar el abuso de los gobernantes.
– Rousseau (1712-1778), fue el filósofo más popular y radical, en la cual muchas veces sus ideas eran contrarias a las de sus colegas. Proponía una sociedad basada en la justicia, igualdad y soberanía del pueblo.
(Continuará)

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