Rivera, lunes 30 de diciembre de 2024

La política sin poética (2ª parte)

I
Son tiempos difíciles, tiempos de distanciamiento y distancia, tiempos de reclusión y vulneración de conquistas que nos habíamos ganado desde la revolución francesa por el simple hecho de ser sujeto de derecho por la sencilla condición, compartida, de ser mujeres y hombres. La pandemia del COVID-19 es un ingrediente más en este calderón postmoderno donde todo se mistura y se liquifica (al decir de Bauman) en donde, casi todo, es simulacro, careta o mascarilla.
En este cambalache liquido siglo XXI, resulta muy esclarecedor volver al pensamiento de Achille Mbembe, el filósofo camerunés, que acuñó el concepto de necropolítica, entendiéndola como una técnica característica del capitalismo globalizado, la idea de que “la última expresión de la soberanía reside en el poder y en la capacidad de decidir quién puede vivir y quién puede morir”.
A esta idea ha de sumarse también el hecho de que la violencia económica no se expresa tanto en la explotación del proletariado, sino en hacer superflua a una parte importante de la población mundial. Un mundo que -como dice Mbembe- “cuestiona radicalmente el proyecto democrático heredado de la Ilustración”, regido por el lema de igualdad, libertad y fraternidad emanado de la revolución francesa. A causa de la maquinización primero, de la digitalización después y, finalmente, de la financiarización económica, que desplazó la inversión económica desde el ámbito agropecuario e industrial hacia el de la especulación financiera, el capitalismo ha ido produciendo un excedente de trabajadores que ya no necesita explotar. La política económica de la posmodernidad se juega (se gana y se pierde) en el embate cultural (cultura entendida en su aspecto antropológico).

II
¿Cómo es posible que algunos destacados líderes políticos incluyan el odio en sus discursos y en sus formas de comunicación? La respuesta lógica debemos buscarla en dos elementos presentes en la esfera política: la pérdida de influencia de los anclajes políticos y la capacidad de los populismos (nacionalismos) para configurar identidades y alteridades.
Este es el paisaje en el que han brotado figuras como la de Steve Bannon, que representa el principal ideólogo y comunicador del discurso político que llevó a Donald Trump a la Casa Blanca, además de ser uno de los gurú del clan Bolsonaro y de una pléyade de gobernantes de la peor y rancia derecha. Este discurso ha estado caracterizado por el continuo recurso al odio, la xenofobia y un nacionalismo populista; e ideológicamente por un proteccionismo económico y una reconfiguración del papel imperial que Estados Unidos debe jugar en el ámbito internacional.
El populismo se entiende a sí mismo como un fenómeno de naturaleza discursiva y simbólica, antes que de naturaleza política o ideológica.
El llamado “pueblo” o “nosotros” se construye, según Laclau, a partir de una sobrecarga de demandas sociales que el sistema político no puede procesar de forma diferenciada.
Estas peticiones insatisfechas tejen una frontera política que produce una fractura de la sociedad en dos partes. De un lado, los agentes y elementos que están fuera de ese grupo de insatisfechos (como las instituciones, el establishment…); y, de otro lado, las personas cuyas demandas no han sido atendidas. Sin embargo, esa frontera política es indeterminada y las demandas de las personas se igualan como “populares” a partir de una demanda individual que actúa como definidora de todas las demás.
El líder populista define quién es parte del pueblo y quién no.
Es aquí donde el odio entre “el ellos” y “el nosotros” se convierte en un instrumento capaz de otorgar sentido de realidad a esta estrategia discursiva y movilizar política y psicológicamente a personas que de otra forma difícilmente serían movilizadas.

III
Entiendo a la política partidaria (como una forma de populismo) como algo necesariamente distinto de lo que se practica en nuestra frontera. De Rivera, pre-siento a dirigentes cada vez más interesados en sus bastardos intereses y no en los intereses colectivos, comunitarios.
Mi alejamiento de los grupos partidarios profesionales se debió a la falta de sintonía con las agendas de los movimientos sociales, de los trabajadores, de los agentes culturales, o de grupos que buscan expandir derechos humanos y sociales, y por lo tanto expandir los límites de la libertad.
Me da cierta pena y vergüenza saber de dirigentes que están lejos de ser «hombres probos», «mujeres probas.», y otro si, dedican sus mejores energías al chismerío, a la micuiña, cuando no, a la ilegalidad pura y dura.
Ejercí mi voluntad electoral con poco entusiasmo, lo admito. Son muchas papeletas y pocas las alternativas ofrecidas a la población. Claro que se destacan individualidades: Eduardo Esteves o Carla Pérez, por citar tan solo a dos candidatos que tienen un fuerte anclaje en lo social (el primero en lo barrial, la segunda en el feminismo).
Supe cumplir. Pero: ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Para quién?
Hace una semana que salí del cuarto de votación, apesadumbrado, con la certeza de que la política profesional, sin poética, sin redes culturales de sostenimiento contra-hegemónico, jamás podrá ser liberadora, por el contrario, estará destinada a ser el desierto infértil donde solo crece la barbarie y el odio (y el populismo).

IV
¿Pero qué, con la poética? El arte de la política debe ser un trabajo placentero, deseable. Antes la política era vocacional, ahora se ha convertido en un negocio empresarial. Había nobleza en cuidar de los intereses de la comunidad. No es lo que se nota por ahí y por acullá.
Nada más nefasto para un país que un partido político y sus políticos populistas, funcionando bajo las directrices del mercantilismo empresarial. La poesía no está en la política. No ahora. También es cierto que la calidad poética la marca la administración de lo políticamente correcto, gracias a lo cual, triunfan sólo los que ronronean ante el ideario casposo del populismo demagógico, y sólo se imprime y se sube a las tablas, la infumable dicharachera de las arteras promesas.
No podemos pedir al político lo que tampoco tiene la poesía que por ahí circula. Pero tampoco podemos olvidar que un cierto “espíritu universal” preexiste a toda gran poesía y a toda gran política, y sólo hace falta esperar que vuelva, aunque sea en doses homeopáticas, como una “athánaton sperma”, semilla inmortal (Fedro, Platón). Por eso creemos en la juventud, que ya debería haber tomado los mandos de la política y la poética en la sociedad civil. Ellos y ellas son nuestra esperanza.

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