El tiempo prisionero del tiempo en los relojes
El tiempo era asunto del dios Kronos, para la civilización helenística-griega. Ya los relojes siempre fueron asunto humano y su manía de contar el tiempo. Como si se lo pudiera aprehender en un pulso, en una pared, en una bitácora, o en una piedra donde el sol o la luna se reflejaban, los famosos relojes de sol o los de agua (las clepsidras).
Este texto que reseño es a su vez una reseña de un libro de imponencia histórica y política del científico e historiador David Rooney, “A tiempo: una historia de la civilización en doce relojes” (Alianza Editorial, 2022).
I
Para que los marineros navegaran con seguridad, debían llevar cronómetros sincronizados a bordo. La hora se convirtió en un bien escaso y en un instrumento de dominación, según relata David Rooney en su último libro.
“Cuando el militar Manio Valerio Máximo regresó a Roma después de combatir en la Primera Guerra Púnica, se trajo consigo una prueba de la victoria sobre Cartago. Era habitual en el Imperio Romano que las batallas se sellaran con tesoros saqueados, normalmente cascos de barcos enemigos, montados sobre columnas y expuestos en lugares públicos. En esta ocasión, la toma de Catania por parte del ejército romano culminó con una celebración multitudinaria en el Foro. Pero el trofeo de Valerio no era un pedazo de barco, ni ningún otro botín saqueado visto hasta entonces. Lo que Valerio instaló en el Foro romano, en el año 263 a. C., fue el primer reloj público de la historia. Aquel reloj solar fue saqueado de Sicilia, indicaba la hora y el calendario, precedió a las docenas de aparatos que se instalaron en toda Roma. Cuando aclamaban a Valerio y su tesoro en el Foro, pocos romanos podían imaginar que aquello cambiaría sus vidas para siempre. “¡Que los dioses maldigan al hombre que descubrió las horas por primera vez y -sí- que instaló por primera vez aquí un reloj solar, que ha destrozado, pobre de mí, el día en pedazos! Sabes, cuando era niño, mi estómago era el único reloj solar, el mejor y más verdadero con diferencia comparado con todos estos”, escribió un dramaturgo en una obra de la época. Pronto, a los relojes de sol públicos que enervaron a los romanos se sumaron varios de agua (clepsidras), que también medían el tiempo por la noche. Y así, se instaló un nuevo orden temporal que regía implacablemente la vida pública. Sus horas de sueño y vigilia, de ocio y trabajo, de comer o cenar. El tiempo y sus instrumentos, los relojes, son símbolos del desarrollo de los pueblos. Desde el reloj de Manio Valerio Máximo hasta los relojes atómicos que posibilitan en sistema GPS, todo se mueve al compás de las agujas. “Con relojes, las élites ejercen el poder, ganan dinero, gobiernan a los ciudadanos y controlan vidas”.
II
La llegada del primer reloj público es el suceso que abre el repaso de Rooney por una de las batallas más importantes (y más ignoradas) de la historia universal: la de atrapar el tiempo en un artefacto que midiera su paso con exactitud. La humanidad venera el tic, tac, porque es la constante de la que se extraen muchos otros datos útiles: la distancia, la velocidad o la posición. Desde el comienzo de los tiempos, el desarrollo de los relojes ha ido ligado a algunos de los avances más fundamentales de la historia: orden, fe, virtud, mercados, conocimiento, imperios, industria, moralidad, resistencia, identidad, guerra y paz son los doce ámbitos que Rooney glosa en su libro, a través de doce relojes históricos repartidos por el mundo.
III
En uno de los pasajes más fascinantes del libro, David Rooney relata cómo la medición del tiempo fue uno de los cimientos de la expansión imperialista, más allá de las batallas, la esclavitud o el comercio. “A mediados del Siglo XVI, los marineros eran capaces de calcular su latitud (su posición norte-sur) a través de la altura del sol o de las estrellas. Pero los barcos que recorrían largas distancias en el océano para llegar a los puertos de Sudáfrica naufragaban a menudo por el llamado ‘“problema de longitud”. No conocer la posición este-oeste del barco impedía calcular la distancia para abordar las costas, y muchos de ellos terminaban naufragando o chocando contra las rocas cuando el temporal impedía la visión. Pero los científicos del Siglo XVI ya conocían la solución: para calcular la longitud, solo era necesario conocer la hora. La diferencia horaria entre dos lugares es equivalente a la diferencia de longitud que los separa. “Todo lo que se necesita para encontrar la posición de longitud cuando se está en el mar, en relación con un lugar fijo como el puerto de salida, es la hora local en dicho puerto y en el lugar donde uno se encuentra ahora, en el mismo instante”, explica Rooney. Así que la hora en los distintos puertos del imperio empezó a valer una fortuna, porque permitía que los barcos navegaran con seguridad y que los marineros pudieran conocer su posición exacta a bordo. Esa frontera, la de llevar el tiempo a todos los territorios, fue la más importante de las conquistas que permitieron a Inglaterra expandirse. No era difícil calcular la hora exacta dentro del barco, bastaba con medir los ángulos del sol. Lo que quebró la cabeza de los monarcas imperiales fue el cálculo de la hora de los puertos en ese mismo instante. No existían relojes que pudieran mantener la hora con exactitud y resistir las duras condiciones del mar. En 1567, Felipe II ofreció una recompensa en efectivo al relojero que pudiera diseñar un aparato así. Su sucesor, Felipe III, ofreció otra. Este cronómetro no llegó hasta 1750, inventado por un relojero llamado John Harrison, que se extendió en poco tiempo entre los marineros.
IV
La hora en los distintos puertos del imperio empezó a valer una fortuna, porque permitía que los barcos navegaran con seguridad. Table Bay, uno de los puertos en el extremo sur de África, era un punto crítico en la navegación. Una vez inventados estos cronómetros, los tripulantes debían conocer la hora de los puertos para poder sincronizarla y continuar su viaje con seguridad. En 1833, el astrónomo Thomas Henderson era uno de los encargados de este propósito. Cada noche, Henderson trepaba a lo alto del observatorio con un cronómetro en la mano. A partir de la posición de las estrellas, calculaba con precisión la hora local y esperaba hasta el momento en que debía empuñar una pistola y disparar al aire. Esa era la señal que uno de sus subordinados recogía para sincronizar una gran esfera de señales horarias con la que los marineros ingleses cotejaban sus cronómetros de abordo. “Esto sucedía todas las noches sin excepción: era un acto de cronometraje imperial disparado sobre las cabezas de los africanos que estaban siendo desplazados de su tierra y despojados de su libertad y su humanidad”, relata Rooney. En Ciudad del Cabo, la señal horaria era un cañonazo que se disparaba todos los días a mediodía, desde un castillo. Símbolo de dominación militar, a la vez que instrumento de dominación. “Los relojes mantuvieron los imperios a flote”, señala el autor. En el Siglo XIX, el Real Observatorio de Greenwich era el “centro del tiempo” en el Imperio Británico, porque desde allí se sincronizaban todos los cronómetros de la Royal Navy cuando salían de la producción y se enviaban a los barcos. “Era vital que la hora que marcaba el reloj del taller fuera exacta para poder ajustar sus máquinas al segundo perfecto del que dependían la vida de los marineros y la prosperidad de los imperios”.
V
Y no solo los marineros sincronizaban sus cronómetros en Greenwich: según Rooney, la única forma que los fabricantes tenían de comprobar sus aparatos era midiendo la hora ellos mismos a través de un telescopio portátil o consultando la hora en el observatorio más cercano. “Pero las constantes interrupciones en los observatorios por parte de personas con relojes preguntando la hora comenzaron a convertirse en una molestia a partir de la década de 1820, cuando los cronómetros se generalizaron”. Así que Greenwich creó el puesto de un asistente que visitaba a los fabricantes de distintos puntos difundiendo la hora exacta en un cronómetro, un bien tan escaso y preciado tanto en tierra, como en alta mar. “Una cosa era distribuir la hora exacta por las grandes ciudades y otra muy distinta hacerla llegar a los innumerables barcos del imperio amarrados en lugares como Table Bay, lejos de las capitales imperiales, para que pudieran ponerse en hora los cronómetros de a bordo justo antes de que los barcos zarparan. Las señales horarias alrededor de las costas del mundo eran soldados de infantería en las fronteras del imperio”. Muchos años más tarde de aquello, una vez inventada la transmisión sin cables, las señales horarias a cañonazos eran cosa del pasado.
En 1929, los responsables del metro de Londres instalaron un reloj de hora mundial en la estación de Piccadilly Circus, que daba la hora en seis lugares diferentes del mundo como un “gráfico del éxito del imperio”. La dominación del tiempo fue un sueño de la expansión imperialista, que no solo se midió en ganancias comerciales ni pueblos colonizados, sino en relojes sincronizados por todo el mundo”.