Las emociones y la cultura (1ª parte)
I
El destino del mundo no está tan marcado por la razón como se cree. Se identificaron más de 160 emociones, antes la gente sentía “cosas”.
Hasta 1830 nadie sentía emociones como las reconocemos hoy. Antes las personas percibían movimientos, sensaciones que venían de “adentro” de cada uno. Incluso se pensaba que primero era el gesto y luego la cosa; por ejemplo, se pensaba que el temblor del cuerpo precedía al miedo. A partir de 1830, más o menos, entonces el conocimiento del ser humano desde su interior se fue ampliando, dando origen al reconocimiento de la complejidad del individuo y de cómo lo que sucede en su interior incide en el exterior.
Las ciencias y los estudios avanzaron y desde hace muchos años surgieron preguntas como: ¿Somos más razón que emoción? ¿Mandan más las emociones que la razón a la hora de tomar una decisión? Las emociones no solo determinan gran parte del carácter y personalidad del individuo, sino que inciden en su futuro. Del mismo modo que las decisiones racionales que han marcado la identidad y rumbo de la humanidad han estado influidas por las emociones de quienes las han tomado. Ese eco del sentir traspasa el muro del cerebro y delinea el rumbo de las horas. También al interior del estudio de las subjetividades hay relieves y zanjas, como propone Brian Massumi (filósofo y teórico social canadiense, vivo) uno de los autores que distinguen entre afecto y emoción. Por afecto entiende una “intensidad” indeterminada previa a la conciencia; por emoción, la actualización de dicho afecto, su identificación, extrapolada a los terrenos de la conciencia. Afecto y emoción “siguen diferentes lógicas y pertenecen a diferentes órdenes”.
Sólo un conocimiento que armonice razón y sentimiento (y también afecto) incita a asumir responsabilidades morales, expresó ya hace más de una década Victoria Camps en su ensayo “El gobierno de las emociones”.
II
Los afectos, afectan, las emociones emocionan, los sentimientos nos llevan a sentir. De eso no hay duda. En los últimos años, una perseverante curiosidad por saber qué son y de dónde vienen eso que llamamos afectos, pasiones, sentimientos o emociones, que ha atravesado la historiografía y ha alcanzado también a viejas conocidas suyas, como la antropología, psicología, sociología, además de afectar a otras disciplinas, como la neurociencia, que ya se han convertido en asiduas a estos debates. Y aunque en este frenesí multidisciplinar no todo ha sido armonía y consenso, las polémicas entre unas y otras han acabado por mostrar que las anteriores disciplinas, pueden y deben aportar a estas inquietudes colectivas.
Si, ese oscuro objeto de investigación.
III
Las emociones nunca han sido materia ajena al pensamiento ya la erudición en Occidente. Desde la Antigüedad hasta la segunda mitad del Siglo XIX, disciplinas como la filosofía y la teología, apoyadas en la retórica, la medicina y la literatura, fueron transformando paulatinamente la reflexión sobre los afectos. Con el inicio de la contemporaneidad, y sobre todo desde mediados del Siglo XIX, este lugar quedó paulatinamente ocupado por la psicología experimental, cuyo predominio sería desplazado a finales del siglo pasado por la neurociencia. La amplitud de interpretaciones, obras y autores que componen esta larga tradición invita a considerar, antes que la relación histórica de contribuciones a la reflexión sobre las emociones, los paradigmas explicativos en los que estas aportaciones se han fundamentado.
En el desarrollo de modelos explicativos se pueden observar dos períodos de extensión cronológica muy desigual. El primero, que cubriría desde la Edad Antigua hasta la primera mitad del Siglo XX y el segundo, que, desde entonces, llegaría hasta nuestros días. Situar el punto de inflexión de este relato en un momento tan cercano a nosotros no es ni un capricho de contemporaneista ni pecar de presentismo. Autores como Robert C. Solomon o Barbara Rosenwein han demostrado la existencia de una línea de continuidad que vinculó las reflexiones sobre los sentimientos elaborados desde los clásicos griegos, pasando por la Edad Media y Moderna hasta bien entrado el siglo pasado. Este lugar común fue la interpretación de la emocionalidad como un fenómeno interno del cuerpo humano, que abarcaba una relación de sentimientos universales a todos los individuos y que respondía a una lógica ajena al raciocinio o a la conciencia. Los afectos, así vistos, funcionaban dentro del cuerpo humano como una suerte de fuerzas que pugnaban por liberarse y manifestarse al exterior. El modelo “hidráulico”, fluyen a través del sistema nervioso y se manifiestan en comportamientos inesperados.
La validez de este modelo hidráulico comenzó a declinar en los años sesenta del Siglo XX, coincidiendo con el auge de la psicología cognitiva y su interés por las emociones. Los experimentos efectuados durante esta década descartaron la interpretación de los afectos como fuerzas internas e intentaron probar que estos eran el resultado de la percepción de un objeto o situación y de su posterior procesamiento cerebral. Desde esta perspectiva, las emociones aparecen como reacciones racionales que dependían de la predisposición de cada individuo ante una situación dada. Reconociendo que existían unas emociones básicas compartidas por todos los individuos (el miedo sería el mejor ejemplo), se admitía también que estas surgían en diferentes circunstancias en función de los juicios de valor o las preconcepciones de cada persona.
Así, con la introducción por parte de Magda B. Arnold de la dimensión “valorativa” en este modelo, (esto es, la propuesta de que entre el estímulo físico y la respuesta se producía una evaluación acerca de lo que está aconteciendo; la secuencia sería: percepción-valoración-emoción), la psicología cognitiva abrió las puertas a la consideración del papel que la cultura y la historia tenían en la generación de sentimientos e hizo posible un diálogo con las ciencias humanas que continúa en la actualidad. (Continuará).