Las razones de la sinrazón
“La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece,
que con razón me quejo de la vuestra formosura” – Miguel de Cervantes (“Don Quijote”).
I
Es un peso pesado el tener siempre la razón en todas las cosas, políticas, sociales, estéticas. Yo, modestamente, creí durante años que la razón me prefería casi siempre. Fuera lo que fuera, propietario de razón. Y cuando no era su dueño, sentía que no le había errado “tanto” al biscochazo.
Fuimos criados en el sistema cartesiano. Gracias al filósofo francés Descartes que proponía organizar el conocimiento y el mundo desde las operaciones de la razón. La razón, entonces, fue erigida en dueña y señora de toda nuestra existencia.
En nuestra casa, siendo niños, nos aconsejaban que fuéramos razonables (cuando lo que queríamos era jugar en el campito e imaginarnos súper héroes). Nuestra imaginación, fantasía y afectos deberían estar subordinados a la conveniencia racional de los adultos. Y la inteligencia era un número (coeficiente intelectual) que media nuestra capacidad lógico-matemática. Dejando de lado todo lo demás. Las diversas formas de la inteligencia que hoy se valoran a través de las teorías como las de Gardner y las Inteligencias múltiples, tan aplicadas en el área pedagógica en los centros de enseñanza.
Desde la escuela, desde las antiguas escuelas, las maestras nos llamaban a la cordura y a la tensa atención comparándonos con aquellos raros parientes o excéntricos vecinos que le habían errado a la razón como de aquí a la luna, ¡manga de lunáticos!
Un día, por mero ocio, mero ejercicio intelectual, empecé a volver sobre mis pasos. Primero me dije que en ese momento ya no deseaba tener la razón. Es decir: ¿qué pasa si en cosas políticas, sociales, estéticas, filosóficas y de ramos generales, resultamos, in extremis, errados?
En esa especie de vía crucis caminaba sin el peso de cargar como Sísifo la piedra que se repetía al empujarla hacia la cima de la montaña, volviendo siempre al inicio del esfuerzo. Me sentí aliviado. Qué bueno. Qué tranquilidad no tener que cargar con la razón. Que la carguen otros.
Porque entonces uno más o uno menos se suma, acepta lo que le parece bien, rechaza lo que no le gusta, pero no se cree dueño y señor de la verdad. Ahora, urge aclarar: el desechar a la razón no conduce al pesimismo. Aunque también en esto concedo que otros puedan tener razón y yo sea meramente un pesimista sin remedio.
Anda bastante devaluada la razón. Lo mío es cotidianidad, con perdón, y sin pretensiones de razón. Vida cotidiana: cada vez que uno piensa que tiene razón… mejor sacarles tarjeta roja… y salir a pasear con Tormenta, Chango y Milka, mis perros.
II
La verdad que las personas razonables me resultan bastante tediosas. Cuando adultas se entregan a ocupaciones responsables y caritativas: fuerzas vivas.
Si se trata de preferir, prefiero a las personas apasionadas, a las chispeantes, a las loquitas, a las picantes, a las atribuladas, a las entreveradas, a las valientes, a las inadecuadas, a las anormales, a las ingeniosas, a las creativas, a las arteras y artistas, a las atrevidas.
Ellas, esas gentes, intuimos, no buscarán el éxito express, ni serán recordadas por sus emprendimientos y negocios, esas gentes darán dura batalla todos los días para sobrevivir al aplastante mundo que exige producción, eficacia y eficiencia. Esas gentes se ocuparán de otras cosas: han de ser músicos, poetas, profesores, periodistas, actores, bailarinas, seres humanos que en cualquier profesión o trabajo sacaran a flote su homo ludens, el ser que juega. El que juega con la razón y las verdades prefabricadas. Si, la sinrazón puede ser terapéutica y revolucionaria.
Hay que enfrentarse a la sacrosanta Razón. Hay ejemplos, como la de la sinrazón del manchego, verdadero héroe de los auténticos caballeros:
“¡Cuántas veces, Don Quijote, por esa misma llanura,
en horas de desaliento así te miro pasar!
¡Y cuántas veces te grito: Hazme un sitio en tu montura
y llévame a tu lugar…” (León Felipe)