La mujer de blanco
Había un sol indeciso. La helada cubría el pasto que crecía entre el esqueleto de la vieja fábrica. El frío era de “renguear cuzco”. Caminábamos entre las ruinas de la primera industria del barrio La Humedad.
Al poco rato de iniciar el recorrido, dimos con algunos vestigios. Un velo, un pedazo de vestido, viejo, sucio. Más allá un par de zapatos de charol, corroído por el paso del tiempo. Señales de una fiesta. De una lejana fiesta que nunca aconteció. Resulta extraño ver esos objetos en un lugar como la misteriosa fábrica de los Perroni. Pero los espíritus no se fijan en esos detalles.
Me contó doña Blanca y otras vecinas, de la tragedia que se abatió en una fiesta de bodas, realizada en el barrio, hace ya más de ocho décadas atrás. Calculaban que fue en el declive de la época de esplendor de la fábrica.
Hay estudiosos de la historia de la ciudad que se aventuran a afirmar que la muchacha sería una moza pobre, pero honrada, que trabajaba en la fábrica y habría sido muy querida por sus compañeros y su patrón.
En realidad, son escuetos, los datos biográficos. Nos contaban las vecinas, mientras caminábamos por entre las ruinas, que la moza se había enamorado perdidamente de un maquinista de la María Fumaça que con su caballo humeante cortaba como una flecha, el corazón del barrio.
Dicen que ella era doncella y él crápula, que él, la humillaba y le pegaba. Que ella no dijo que no, cuando él, le propuso matrimonio. Que ella estaba ilusionada de que todo cambiaría para bien, y que también el hombre cambiaría.
No fue lo que sucedió. Tanto no fue así, que el hombre faltó a sus propias nupcias, dejando a la muchacha en el altar rodeada de familiares y amigos que no salían de su asombro.
Ella con su vestido de boda rasgado y sucio, se apersonó en el bar de Adão Faca y le increpó la actitud al hombre, que borracho, solo esbozaba una mueca de desdén.
Ella desesperada y él ausente. Él escuchó con sorna las cuitas de la mujer, hasta que en un momento presa de furia, y sin mediar palabra, la sacó a patadas del bar y le profirió tremenda paliza deformándole la cara.
Ella se suicidó tirándose a las vías del tren. La fábrica fue testigo mudo de la tragedia.
Había sido preparada para la ocasión. En esa noche, nadie fue a la fábrica. La fiesta fue obsequio del patrón de la mujer.
Dicen que esa noche, no se escuchó música, que nadie reía, que nadie se animaba a hablar alto, que solo el silencio cubrió como una nube oscura el barrio. Los perros, tan solo los perros, se animaron a aullar…
En las noches de luna llena, aún se escuchan los lamentos de la mujer de blanco. Doña Blanca la vio pasar por su patio hace algunos años atrás. Desde lejos, dicen, parece ser una joven muy bonita, pero apenas se les acerca nos damos cuenta de que en realidad su figura es aberrante: una cara deforme que muestra las cuencas de los ojos vacíos y los jirones de músculos y piel, cayéndole de la cara.
Dicen que aún se escucha su lamento. Allí cerca, en la fábrica, hoy mero esqueleto sobre la colina, se recrea la vieja historia de la mujer de blanco, que nadie olvida.
Dicen que se la ha visto pasear con su vestido de bodas al aire, bajo noches de luna blanca.