Rivera, domingo 6 de octubre de 2024

El Don de la Palabra

I
Cada palabra es un concepto dice Nietzsche (en un joven texto de 1873 “Verdad y mentira en el sentido extramoral” anterior a los más re-conocidos). Dice el filólogo y filósofo alemán, nada en el mundo es fijo solo las palabras, las palabras son la negación de la diferencia, es la identificación de lo no idéntico.
Cada palabra reúne en sí mismo una cantidad de cosas. El lenguaje carga con la moral. Hablar se atribuye la identidad para comunicar, para organizar nuestro discurso. La ciencia, la filosofía, la poesía, todo se fundamenta en las palabras, el pensador problematiza que el lenguaje se corresponde a una sumisión a la moral. Las palabras no nacieron naturalmente de las cosas. Son convenciones. Acuerdo de caballeros. Las palabras representan las cosas. Ellas son, eso sí, una verdadera arbitrariedad.
Nombrar, dice N. en la “Genealogía de la Moral”, es dirigido por quien comanda, es un ejercicio de comandar. Quien da nombre a las cosas es el que tiene poder. El lenguaje es un modo de ejercer poder. Y no solamente eso, es una forma de castración, porque excluye, en una palabra, algunas características de una realidad para caber en el universo de una realidad que reduce y simplifica. Para que la palabra tenga cabida en el lenguaje, hay que recortarla, trozarla, destrozarla. Omito lo que no quiero representar.
Hablar es crear realidades, el mundo de las palabras es un mundo de valores morales, de elecciones, de atribuciones de valor. Ese es el uso de la ficción. Ese es el aspecto afirmativo del lenguaje y de la palabra para N. Y las palabras se autonomizan en relación a las cosas. La crítica nietzschiana es de correspondencia entre el mundo de los códigos y el mundo de las cosas.
¿Al discursar no estoy reduciendo lo que pretendo enunciar, anunciar, denunciar? Es a ese límite al que N. se refiere en la crítica que realiza al lenguaje. Entonces, ¿qué es, por cierto, hablar? Hablar es callar, porque el flujo de las cosas está sucediendo. Al hablar estoy trabajando con la representación de las cosas, con el signo de ellas y no con ellas.
Hablar es ir para el universo de las palabras y salir de la incomodidad de los cuerpos. Hablar es callar. Un claro ejemplo: el taxista que te lleva del ómnibus hasta tu casa, después de 6 horas de viaje. De madrugada, somnoliento.
– Frío, ¿no?
– Un poco…
– Y eso que ya estamos casi en verano…
– Sí… parece…
Hay una cierta incomodidad entre los dos personajes y sus cuerpos. La vida es excesiva, hablar es ir para el universo de las palabras y salir de la presencia e incomodidad de los cuerpos en aquel ambiente mínimo del automóvil. En ese sentido, hablar es callar.
Salir del flujo intenso que es la vida, nosotros no soportamos tanto afecto y precisamos reducirlo a palabras. La vida necesita organizarse, construir jerarquías, ordenar el espacio social. La palabra tiene esa función.
Y lo contrario también es cierto. La palabra es liberadora, se desancla en el sujeto sujetado y deja de serlo, entonces se permite navegar libremente entre los mares del lenguaje.
La palabra puede ser cualquier cosa en la literatura, en la ficción, en la narración, en la poesía.

II
Las palabras escritas poseen cierta materialidad: un cuerpo filiforme, una encarnadura de tinta o grafito y la elegancia del trazo. Pueden desplegar altivas líneas rectas o graciosos arabescos; amenazar con puntas de sierras, o atraer con curvas sensuales, en cambio, las palabras habladas son entes demasiado etéreos, poco más que aire, sonido y voluntad, pero tienen un poder mágico, pasa cuando pronuncias palabras como amado, enemigo o estúpido y soy yo el que tiembla de deseo, de miedo o de ira. Y es que las palabras no sirven solo para designar cosas, para referirnos a lo que pasa, son también lo que pasa o hace que pasen cosas.
Las palabras contenidas en una receta médica o de cocina son capaces de curar una otitis o de cocinar una feijoada fronteriza, y las palabras con las que se dan órdenes como ¡Pará!, ¡Me deixa!, ¡Cala a boca!, también tienen efectos poderosos sobre las personas (principalmente si hablan la lengua de los afectos en la frontera, que es el portuñol) para que las obedezcan, las incumplan o las ignoren. Es lo que tiene el imperativo.
Las palabras son eso y muchas más cosas. Son consuelo, insultos, perdón; también: conocimientos, herramientas, puzles, piezas, llaves, cerraduras, laberintos… Cuando, después de una tormenta de palabras o de un tenso silencio, decimos: Vamo falá?, todo queda en suspenso para que se produzca el milagro de la conversación.
Toda comunicación es una construcción colectiva que afecta a los participantes en la misma; en el momento en que la producimos se convierte en una entidad independiente capaz de influir sobre sus propios creadores. Va más allá de ese modelo compuesto por la suma del mensaje, el emisor, el receptor, el canal y el ruido (ya bastante demodé).
La piedra angular de la comunicación es la confianza. Sin confianza sería inimaginable el enorme consenso que implica un sistema de comunicación inventado por el hombre cuyas formas son totalmente convencionales. Las palabras, esos entes sonoros e incorpóreos, no significan nada, sólo significan lo que el hombre ha querido que signifiquen. Implican una fe conmovedora que se renueva día a día cuando hablamos.
Psicólogos y lingüistas no se ponen de acuerdo sobre qué fue antes el pensamiento o el lenguaje. Seguramente lo primero no fue el verbo, sino el gesto, ni el lenguaje verbal, sino el ritual, pero la palabra si fue lo primero para el hombre tal y como lo conocemos ahora. Tanto es así, que Octavio Paz llega a considerar el ingreso en el mundo del lenguaje como la expulsión del paraíso (o lo que quiera que hubiese antes de que el hombre cometiese el “pecado cerebral” del que hablaba el pintor Paul Gauguin), porque ya nunca podremos saber cómo son las cosas más que a través de este filtro. Claro que también puede verse al revés, y de lo que nos rescató el lenguaje fue del infierno.

III
“El don de la palabra” tiene algo de éden, dentro de la infernal programación radial convencional. Radio que se propone independiente y plural (con orgullo, él lo dice, con admiración lo escuchamos). Él, el periodista que conduce “El don de la palabra” es Miguel Ángel Rondan Fleitas (1957), nacido en Montevideo, estuvo por más de 15 años viviendo en Rivera, y hoy, por pedido de un gran amigo, vuelve al pago con esta propuesta de radio con perfil cultural y político. Va por la Internacional AM 1480, de lunes a viernes de 18 a 19 hs.
Lo dicho antes: compartir la palabra en tanto don que nos humaniza, con criterio y arte.

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