Rivera, viernes 5 de julio de 2024

Un libro salvaje

Me detuvo un libro. Entre una infinidad de cosas virtuales y presenciales por hacer. A veces lo hace el sol (cuando es invierno y arrecia el “minuano” y llegan las brillantes monedas de sol, impresionando las veredas y voy entre los plátanos de Santa Isabel).
A veces se trata de la luna en calle Brasil y Cuaró. La luna (“invisibles son los hilos que manejas”). De poetas y de borrachos y de los desencontrados. Mujer que cautiva. Seduce. Ingrávida, invita. Es un trazo suspendido en la noche. La luna de la pestaña.
Otras veces me detiene la amistad, cuando Ernesto o Richard o Andrea, me muestran sus ojos con hondura de espina y de azahar.
Últimamente es el tiempo el que me detiene. Allí me repliego a paisajes de mi infancia. De marimbos y mariamoles. De torrejas con calda de vino y dulce de goiaba. Dulce y barroco. De mi primer indecente pensamiento compartido, con mi amigo Ramón (los dos con el tamaño de una década) y debajo de un eterno paraíso. Más tarde las esquinas torcidas, que no eran aún. Vivíamos en el tiempo donde los juegos encantaban. En aquel entonces el infierno no era ni atroz ni temido (con menos culpas y disculpas forzadas).
Quiero decir: Un libro. Un libro de poesía que nos atraviesa. Que hace aflorar, como las aguas del aquífero guaraní entre las piedras de los cerros y las calles.
Estoy detenido, casi inmovilizado, no por la peste. Apresado digo, de las palabras salvajes. Como un rayo violeta en la mitad de la tarde y la rutina del encierro. Me atrevo a decir: “Los papeles salvajes”. Quiero decir: Marosa di Giorgio.
“Aquella muchacha escribía poemas: los colocaba cerca de las hornacinas, de las tazas. Era cuando iban las nubes por las habitaciones, y siempre venía una grulla o un águila a tomar el té con mi madre.
Aquella muchacha escribía poemas enervantes y dulces, con gusto a durazno y a hueso y sangre de ave. Era en los viejos veranos de la casa, o en el otoño con las neblinas y los reyes. A veces, llegaba un druida, un monje de la mitad del bosque y tendía la mano esquelética, y mi madre le daba té y fingía rezar. Aquella muchacha escribía poemas; los colocaba cerca de las hornacinas, de las lámparas. A veces, entraban las nubes, el viento de abril, y se los llevaban; y allá en el aire ellos resplandecían; entonces, se amontonaban gozosos a leerlos, las mariposas y los santos”. (“Magnolia”).
Nota: “Los papeles salvajes” obra poética reunida de Marosa di Giorgio, publicada por Adriana Hidalgo editora. Puede ser adquirido en Rivera (previo pedido) a Eclipsamor Libros nuevos y leídos en Facebook e Instagram o por el tel. 46231078 y cel. 092216219 (Celia y Jen).

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