Rivera, domingo 17 de noviembre de 2024

Confort no es lo mismo que calidad de vida

(Por José María Almada Sad) Querido lector, esto no es el lamento de un nostálgico, es apenas una -pretendidamente- risueña manera de ver la vida de locos que llevamos. Comienzo con un relato. Estaba un sencillo pescador, plácidamente sentado y sacando peces con su caña, en grandes cantidad y hasta devolviendo muchos al río. Se le acercó un entusiasmado empresario: ¡Amigo, con sus virtudes podría dedicarse a eso y desarrollar una industria! ¿Y para qué? respondió el pescador sin quitar los ojos del agua. ¡Para crecer y tener muchos barcos pesqueros..y…y! ¿Y para qué todo eso? preguntó inmutable el pescador. ¡Pues para darse los mayores gustos de su vida! ¿Y qué cree que estoy haciendo ahora? fue la respuesta que cierra el relato. Muchas veces perdemos de vista las cosas esenciales de la vida, para pasarnos esa misma vida, corriendo tras elementos que nosotros mismos los convertimos en un inalcanzable fin en sí mismo, en vez de verlos como medios para disfrutar más y mejor el corto pasaje que nos toca permanecer vivos. Aplaudimos la revolución tecnológica que vivimos en la actualidad, como habrán sido aplaudidos los chinos que inventaron la pólvora, la brújula, la imprenta y el papel, y así todo lo que el ser humano ha ido sumando en su corta historia sobre la Tierra de algunos pocos miles de años, en busca de vivir con mayor comodidad, o con mejor calidad de vida como solemos decir. Pero podemos establecer algunas diferencias entre un concepto y el otro, por lo menos como lo vemos subjetivamente. En esta vorágine de progresos de este mundo globalizado, que en un ritmo vertiginoso y alucinante nos hacen perder la cuenta de si la tele de pantalla plana es lo mismo que plasma, o si los próximos PCs vendrán caminando hacia nosotros, o si el MP3, el 4, 5, 6 tendrán sucesores que además de fotos, filmación, teléfono, Internet, GPS, vendrán con avances y chiches que nos ahorrarán hasta el trabajo de pensar. Pensar dije. Eso quiere decir que pasarán a decidir por nosotros, tendrán el dominio de nuestra vida. Seguramente no, me fui al otro extremo para pintar la magnitud de cómo la tecnología cada vez más al alcance de todos, nos muestra el mundo y nos comunica con él, con solo oprimir un par de minúsculos botones. Y cómo desconocer que la transmisión de información lleva a logros muy humanos como computadoras que los ciegos pueden leer y otros logran hacerlas funcionar con su sola voz; y son solo ejemplos.
Pero queremos quebrar una lanza por el placer de comer naranjas al Sol, por tener ratos de ocio, de disfrutar del mate y la charla amena con quien nos sentimos bien, de ir más al río que a la piscina, de sentir el perfume del monte, de andar a caballo, de leer un buen libro, de charlar con el almacenero del barrio, con el señor de la carnicería, el de la panadería, o sentarnos en el banco frente a la farmacia del pueblo, a reírnos sanamente de nosotros mismos. De disfrutar la nostalgia de la pelota de trapo, de la capacidad de asombro que tenían los niños ante el arco iris después de la lluvia, o como era enamorarse antes de los celulares y los piercings en el ombligo o en la nariz. Al comerciante de vida pueblerina le conocemos la familia, donde vive, de qué equipo es hincha. La hermosa chica que nos atiende en la caja del hipermercado, con saludo mecánico y sonrisa automatizada, solo le conocemos el nombre por diez segundos si le miramos la plaquita en el pecho. El señor del almacén no usa plaquita ni su comercio tiene variedad y precios como el hiper, pero nos permite el enriquecedor intercambio de un ancho abanico de sentimientos, vivencias, alegrías y sinsabores. Cultivar la amistad a todo nivel es tan placentero, como infalible es la risa como remedio. Va un poco de la mano de aquello que se puede tener una bonita casa pero no un hogar, se pueden comprar eficaces medicamentos pero no salud, se puede comprar sexo pero no amor, y así mucho más.
Si el lector me ha seguido la idea, comprenderá que apunto a que hay una gran diferencia en disfrutar de las cosas simples, sencillas de la vida, aquellas que nos hacer verdaderamente humanos, sin dejar de usar los elementos nuevos que surgen cada día y a los que no podemos ponernos de espalda, ni quedarnos parados en el tiempo.
El atractivo está en saber conciliar los dos aspectos, los que nos abren e impactan la mente y también los que nos tocan el corazón.
Cuando hablamos de aplaudir un avance, tenemos en el foco de la conciencia la innegable comodidad que supone abonar la factura del agua a altas horas de la noche en un local de cobranzas, o retirar dinero de un dispensador electrónico en la madrugada, hablar con un familiar del otro lado del mundo por vintenes, o ver la olimpíadas en vivo, en nuestro dormitorio. No podemos aplaudir íconos de la contracara como los miles de millones de dólares que cuesta una casi siempre inútil misión espacial, en busca de soluciones en el exterior planetario, cuando no somos capaces de resolver los problemas que tenemos en la Tierra. Claro que hay otros mundos, pero están en éste. Imposible aplaudir los otros miles de millones que cuesta por día toda guerra tan inútil como cruel, donde nuestra tan amada tecnología se usa para la muerte, no para la vida, en una dolorosa cachetada a la inteligencia, y priorizando el delirio de poder y la estupidez de unos pocos y circunstanciales gobernantes. Un prestigioso médico brasileño señaló estos días que la clase científica mundial invierte mucho más en medicamentos para la virilidad masculina y silicona para las mujeres, que en la cura del Alzheimer. Sexualidad artificial que en unos años los usuarios de tan viejitos no recordarán ni para que se usaba. Ejemplificar con cosas extremas resulta fácil en este mundo de hoy, pero solo queremos afirmar nuestro concepto, que la calidad de vida – a diferencia del confort – se experimenta subjetivamente, en el interior de cada uno, alimentando el espíritu, la mente, los sentimientos con momentos que por simples no dejan de ser los más sublimes de la vida. No es necesario ejercitar el hábito tan uruguayo de pasarse todo el día tomando mate y opinando de cómo deben vivir y trabajar los demás, y también con la seguridad que al haber sido Campeones en el 50 somos los mejor en todo de por vida. Pero basta que quitemos el pie del acelerador de la vida, y a una marcha más moderada apreciar y disfrutar de cada momento de nuestra existencia que es única, irrepetible, solo nuestra, donde cada edad tiene su encanto, y que es solo ésta. Como fugaces inquilinos de un pedacito del planeta, pongamos los pies en la tierra y sometamos a la balanza, en un plato el sencillo bienestar y la paz consigo mismo, y en el otro la loca carrera por lo material, amontonar bienes para que los disfruten – sin apreciarlos- nuestros yernos, nueras y tal vez algún hijo. Y si nos sobra espacio en ese mismo plato pongamos unas pesas más, con carga de tecnología con la ciencia apuntada hacia la máquina, y poco al ser humano. De nosotros dependerá hacia que lado se incline el fiel.
Hace rato que hemos perdido la capacidad de sorpresa ante tanto avance artificial, donde como nos dice Pablo Neruda, muere lentamente el que hace de la televisión su gurú. Y donde con tanta comunicación a todo nivel y hasta el aturdimiento, cada vez nos conocemos menos, y nos comunicamos una enormidad pero no nos escuchamos. Cámaras por todos lados no impiden que cada vez es menos también lo que vemos, por más que un día sentadito en el inodoro de un baño, se percate del cartelito “Sonríe, te estamos filmando’’. Querido lector, por último una sugerencia, cualquiera sea su edad, haga la estimación de cuantos años pueden quedarle de vida en circunstancias normales. Luego dígase a usted mismo si le parece que vale la pena correr solo tras lo tangible en este mundo actual que parece hecho a medida para un film de ciencia ficción. Recuerde que las cosas por las que vale la pena vivir, no son cosas. Confort no es lo mismo que calidad de vida.

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