“Pestiado”
Hace más de cinco días que estoy postrado en esta cama de 3 m x 2,50 y que supo contener mis sueños, pesadillas, amores, pasiones (por ejemplo, la pasión por leer al final del día, acomodando la cabeza sobre un mullido almohadón, e internarme en algún libro de aventuras, de ficción, dramaturgia, de verso o prosa) gustos y disgustos que descansaran hasta el otro día (si es posible).
Hay algo de vuelta al pasado cuando se está encamado y afiebrado. “Pestieado”. Siempre alrededor de la cama, el movimiento de mi madre-abuela, (era grande, gorda, alta y severa), hacía entrar a los médicos, hacía salir a los médicos, entraba con el termómetro de punta y me apuntaba a la boca, al sovaco más cercano, oh suprema vergüenza, al peor de los orificios (que, con el paso de los años, y gestos determinantes, supo ir dejado piadosamente de lado).
Antes que aparecieran los médicos, mi abuela grande y buena diagnosticaba lo que tenía y preparaba su batería de yuyos, emplastos, tés y benceduras.
Yo volando en fiebre, percibía los movimientos agiles de los seres que habitaban más allá de mi cuarto. Antes de la llegada de los “matasanos”, el viejo Chico se acercaba y me ponía una compresa de agua fría en mi frente, de contaba un chiste y me daba un beso, así porque sí, por el simple hecho de dar. Me dejaba la compresa y se iba. Yo dormitaba y soñaba cosas propias del ensueño, con tigres y tarzanes y chita y jane (¡ah jane!), era casi tan grande y linda y con unas piernas enormes, tanto como una de mis maestras de cuarto de la escuela de práctica Nº 1.
De repente el ensueño se quebraba y la realidad se imponía, se abría la puerta e Irma me sampava guela abaxo, uma caneca de un brebaje cheroso y fumegante.
“U que naum mata cura” siempre le escuché decir.
Hoy estoy pudiendo escribir esta crónica de esta peste que me toco transitar, el de la covid, el de la corona, que a tanta gente mató (como en Brasil, donde las autoridades por omisión y mucho de acción negaron la epidemia, las vacunas y los tratamientos científicos).
Esta Covid no tiene el glamour de las viejas y simpáticas gripes de mi infancia (que nos permitían faltar a la escuela y no hacer los deberes).
Sin querer romantizar mi personal experiencia de convalecencia gripesca de 50 años atrás, reconozco que más allá de los remedios caseros, yuyos y hechizos familiares, hubo un ser excepcional como médico pediatra y mejor persona: el Pepe Royol, mi siempre bienamado, que además le acertaba como a los dioses en el diagnóstico y tratamiento y la sensibilidad humana le orientara.
Tuve suerte, mis pestes de la infancia, fueron benévolas conmigo. Gracias a doña Irma, al Chico y al Pepe.
Hoy son otros los cuidados y los riesgos. Los cuidadores son otros y otras: son Vero, la increíble Loss, son Simón un hijo que el destino concibió, son Toti y su potente reino de laberintos, y sin duda, otros seres: Tormenta, Tas, Evo Morales y Crianço. Y en esa lista pequeña pero intensa están mis amigos del alma que están por aquí, por allá y por acollá.
El mundo es otro, claro, pero la bondad y el cariño con el cual soy tratado me permiten seguir soñando los más amorosos sueños sin pestes ni podres poderes.