Decamerón

El haber sido participe (sin proponérmelo) de la primera gran peste del Siglo XXI, el COVID-19, me hizo recordar algunas grandes historias literarias ambientadas en sufridas pestes.
Cuando Giovanni Boccaccio comenzó a escribir el Decamerón, Europa acababa de ser devastada por la Peste Negra de 1348. El panorama general del triunfo de la muerte, uno de los temas más representados en la iconografía de la Baja Edad Media, vino a predominar en la introducción de su obra maestra, escrita entre 1349 y 1351 (o 53) y considerada como el hito inaugural de la prosa de ficción en Occidente. Así, el libro de las “diez jornadas” o las “cien historias”, nace de un impulso doble: manifestar el duelo por los muertos (durante la peste, Boccaccio perdió a su padre, a su madrastra y a muchos amigos) y celebrar la vida que continúa y se renueva.
El Decamerón se inicia con una descripción minuciosa del avance de la peste en Florencia, la ciudad más golpeada por la epidemia. El autor se concentra en los primeros síntomas (las erupciones en la piel de los infectados), repara en las casas con las puertas atrancadas y marcadas con una señal para indicar que allí había enfermos y por último, presenta los cuerpos en descomposición esparcidos por las calles.
El título Decamerón (en griego “diez jornadas”) pone en escena a los personajes que va a construir según el molde romanesco dentro del que se van a narrar las cien novelas. Siete jóvenes damas y tres caballeros se encuentran por casualidad en la iglesia de Santa María Novella. Las mujeres permanecen allí en busca de abrigo y protección divina, hasta que una de ellas propone a las amigas una fuga desde Florencia a las colinas circundantes, aún a salvo de la peste y ahí es donde aparecen los tres caballeros que en seguida aceptan la invitación de partir con ellas. Así, los diez, acompañados de siete criados, parten hasta una villa señorial apartada de la ciudad y allí podrán reconstruir el modo de vida que habían llevado hasta el caos instaurado por la enfermedad. En medio del infierno sombrío de una Florencia tomada por la peste, se abre un claro, el “locus amoenus” que hará posible que se olviden de la muerte durante algunos días.
Al final de la introducción, se muestra a los huéspedes ya instalados en sus aposentos y listos para pasar el tiempo en compañía. Las reglas para la convivencia social se habían desmoronado por causa de la epidemia. Los diez jóvenes de común acuerdo, comienzan a reorganizarse y establecen una serie de rutinas a seguir por todos ellos, haciendo valer al menos allí, el orden de una civilización que había sido desbaratada por las fuerzas de la naturaleza. De entre las normas adoptadas, la principal instituye que todos, después de la siesta de la tarde se reunirán cerca de una fuente bajo la sombra de los árboles y contarán historias hasta la hora de la cena.
Los nombres de casi todos los personajes provienen de obras de Boccaccio anteriores a Decamerón, en una especie de autorreferencia deliberada: Fiammetta (musa del escritor), Pampinea (la mayor del grupo, que idea la fuga del Florencia), Filomena, Emilia, Elissa Neifile, Lauretta (alusión a la musa de Petrarca), Filostrato, Panfilo y Dioneo. Cada uno de ellos tiene un temperamento propio, una propensión a narrativas o bien melancólicas (las de Filostrato que en griego sería el “devastado por el amor”), o bien ingenuas (las de Neifile, la “novata en el amor”), o bien licenciosas (las de Dioneo, el “atrevido”), pero Boccaccio huye de los esquematismos y consigue hacer que sus narradores no sean meras alegorías de ideas preexistentes, lo que dota a los relatos de una vida y un dinamismo mayores.
Quien propone las reglas que marcarán la pauta de la convivencia entre todos los personajes es Pampinea, elegida la reina de la primera jornada. Cada día, el reinado irá rotando hasta pasar por todos los integrantes del grupo. Es importante notar el liderazgo de Pampinea, el protagonismo que las mujeres van a ostentar en el molde romanesco del libro como en las narraciones que se suceden a los largo de las diez jornadas. Empezando por el hecho de que la voz narrativa será preponderantemente femenina (setenta novelas de las cien son narradas por mujeres), pero también porque los temas abordados tienden con frecuencia a revelar las argucias de las mujeres (o una virtud si no católica, muchas veces maquiavélica), lo que llevó a Boccaccio a ser acusado de filoginia, de inmoralidad y de incentivar vicios humanos. En respuesta a tales ataques, el propio autor toma la palabra en la cuarta jornada y a modo ilustrativo de sus tesis, refiere una “media novela” en la que la naturaleza termina por vencer a la voluntad de una padre que, habiendo aislado al hijo de todo contacto social, con el fin de hacer de él un hombre casto y santo, acaba viendo al joven fascinado por la belleza de las florentinas.
La deriva por la superficie del mundo no deja de obedecer a un trazado muy bien calculado por el autor. Bajo lo que parece una mera agrupación de historias regidas tan solo por el tema del día (con excepción de las jornadas primera y novena, todas tienen un tema preestablecido por el rey o la reina de turno), se va delineando un diagrama lleno de simetrías, de pesos y contrapesos, una trayectoria tortuosa que recorre con sus altos y bajos, los extremos entre la condenación y la salvación. No es casualidad que la primera historia del libro, la de Ciappelletto da Prato, trate de un pecador que hace escarnio de todos los valores cristianos (que sería alegoría de Judas) y la última, la de Griselda, se recree en la extrema virtud femenina (que sería una alegoría de la Virgen). Incluso aunque no se aceptara esta interpretación alegórica, el hecho de que las cien historias son encuadradas en un marco o en una totalidad en la que se producirá una importante tensión entre la virtud y los vicios humanos, por un lado y la fortuna, por el otro.
Así pues, las grandes fuerzas que mueven el Decamerón de Boccaccio son el amor y el ingenio humanos. Ante la imponderable fortuna, son esas virtudes o la ausencia de ellas las que conducirán el destino de los personajes: es el ingenio de Masseto lo que lo convierte en un hombre feliz y contribuye a la felicidad amorosa de las monjas; así como es el amor de Federigo degli Alberghi lo que al final le ayudará a conquistar a la mujer amada. En este sentido, el tema del adulterio, tan recurrente en las novelas de Boccaccio, no se ve necesariamente como un pecado en sí, pues se puede transformar en un elogio de la astucia frente a la estupidez, como ocurre en el caso de Peronella.
Otro tema recurrente en las novelas es la sátira de la hipocresía del clero, una cuestión que causó muchos problemas a Boccaccio. Sin embargo, anticlericalismo que aparece en varias de ellas, como la de fray Alberto de Imola, no ha de confundirse con una supuesta antirreligiosidad por parte del autor, muy al contrario: al satirizar a sacerdotes, monjas y beatos, Boccaccio casi siempre se está riendo de los pecados mundanos, que son propios del ser humano y difícilmente enmendables.
Al adoptar una perspectiva realista, que no esquivaba la representación de los diversos aspectos de la vida social y moral de su tiempo, Boccaccio también inventó un lenguaje literario capaz de expresar aquel mundo, situándose en una posición intermedia entre el estilo ligero de la comedia clásica y popular y el estilo sublime de la tragedia o de la literatura moralizante.
La extraordinaria legibilidad de Decamerón, responsable del enorme éxito del libro ya desde 1360, cuando comienzan a proliferar las copias manuscritas y poco después, las traducciones a otros idiomas, se debe básicamente al siguiente trípode: el uso de una lengua más próxima a la oralidad, sobre todo en los pasajes dialogados; las peripecias en torno al amor mundano y la vivacidad de las imágenes fijadas en la novela. Boccaccio, al igual que Dante en la poesía, era un maestro absoluto de la hipotiposis, esa figura retórica que hace que la manifestación verbal se aproxime a la expresión visual. De hecho, ciertas escenas del Decamerón parecen saltar a los ojos del lector gracias a la extraordinaria minuciosidad de las descripciones, que impide que nada escape al cuadro que se está narrando. Dichas imágenes se fijaron en el imaginario de los lectores y oyentes de Boccaccio, que aprendieron de memoria varios de los pasajes y se lo siguieron contando a lo largo de los siglos. Hoy, esa tradición se ha perdido, pero aún estaba muy viva en el Siglo XIV y es responsable, en gran parte, de la fama del Decamerón. Tanto es así que, cuando en 1559 en pleno auge de la política contra reformista, el libro se incluyó en el índice de libros prohibidos por la Iglesia católica, no hubo más remedio que volver a ponerlo en circulación quince años más tarde, aunque en una versión expurgada, para atender al clamor de sus admiradores.

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